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Una de las reglas consuetudinarias de la academia actual, desde Francia a Estados Unidos, es la prescripción de amar a Spinoza. Todo el mundo lo ama, desde los estrictos “materialistas científicos” althusserianos hasta los esquizo-anarquistas deleuzianos, desde los críticos racionalistas de la religión hasta los defensores de las libertades y las tolerancias liberales, por no hablar de feministas como Genevieve Lloyd, quien propone descifrar el misterioso tercer género de conocimiento de la Ética como el conocimiento intuitivo femenino que supera al entendimiento analítico masculino… Entonces, ¿es posible de algún modo no amar a Spinoza? ¿Quién puede estar en contra de un judío solitario que, en su momento cumbre, fue excomulgado por la propia comunidad judía “oficial”? Una de las expresiones más conmovedoras de este amor a Spinoza es la frecuencia con que se le atribuyen cualidades casi divinas –como Pierre Macherey, quien en su (por otra parte) admirable Hegel ou Spinoza afirma, contra la crítica hegeliana de Spinoza, que no es posible evitar la impresión de que Spinoza ya había leído a Hegel y contestado de antemano a todos sus reproches… Tal vez el primer paso más adecuado para problematizar este estatus de Spinoza sea llamar la atención sobre el hecho de que es totalmente incompatible con la que posiblemente sea la postura hegemónica en los Estudios Culturales actuales, la del giro “judaico” ético-teológico de la deconstrucción ejemplificado de forma inmejorable por la pareja Derrida/Levinas. ¿Existe un filósofo más ajeno a esta orientación que Spinoza –e incluso más ajeno al universo judío, que es precisamente el universo de Dios como Otredad radical, del enigma de lo divino, del Dios de las prohibiciones negativas en lugar de las prescripciones positivas? ¿No tenían razón entonces, en cierto modo, los sacerdotes judíos cuando excomulgaron a Spinoza?
No obstante, en vez de tomar parte en el ejercicio académico bastante aburrido de oponer a Spinoza y a Levinas, lo que quiero hacer es una lectura hegeliana conscientemente desfasada de Spinoza –lo que tanto spinozianos como levinasianos comparten es el anti-hegelianismo radical. Mi hipótesis inicial es que, en la historia del pensamiento moderno, la tríada paganismo-judaísmo-cristianismo se repite dos veces, primero como Spinoza-Kant-Hegel, y luego como Deleuze-Derrida-Lacan. Deleuze despliega la Sustancia-Uno como el medio indiferente de la multitud; Derrida la invierte bajo la forma de la Otredad radical que se diferencia de sí misma; finalmente, en una especie de “negación de la negación”, Lacan devuelve la fisura, el hueco, al Uno mismo. La cuestión central no es tanto oponer a Spinoza y a Kant, asegurando así el triunfo de Hegel, sino más bien presentar las tres posiciones filosóficas en toda su radicalidad inaudita: en cierto modo, la tríada Spinoza-Kant-Hegel abarca realmente toda la filosofía… (Este esquema simplificador debería elaborarse, por supuesto, mucho más. ¿Y el interesante papel mediador de Lyotard, que pasó del paganismo a la celebración de la Otredad judía? ¿Y no encontramos en la evolución de Derrida un cambio simétrico al de Lyotard, al retroceder desde Hegel hasta Kant? Así pues, en su tesis Qué Es el Neo-estructuralismo (por otra parte ilegible), Manfred Frank tenía razón en un punto: su insistencia en la relación entre la differance de Derrida y el movimiento auto-diferenciador hegeliano del Concepto absoluto –en el primer Derrida, no hay lugar alguno para “la deconstrucción como justicia” en el sentido de “justicia por venir”, de la justicia como la “indeconstructible condición de la deconstrucción”, de la promesa mesiánica de la redención total… Uno de los lugares comunes sobre Lacan es que lo mismo puede aplicársele: el Lacan de los primeros años 1950 era hegeliano (bajo la influencia de Kojeve e Hippolite, por supuesto), y a menudo designaba directamente al psicoanalista como la figura del filósofo hegeliano, el trabajo del análisis como consistente en seguir la hegeliana “astucia de la razón”, el fin del análisis como “conocimiento absoluto”, la mediación de todo contenido particular en el medio simbólico universal, etc.; en claro contraste, el “Lacan de lo Real” afirma la existencia de un núcleo traumático de lo Real que siempre se resiste a ser integrado en lo Simbólico –y de este modo relaciona la Cosa freudiana (das Ding) con la kantiana Cosa-en-sí (Ding-an-sich). [1]
Entonces, ¿quién es Spinoza? Spinoza es de hecho el filósofo de la Sustancia, y en un momento histórico preciso: después de Descartes. Por esta razón, es capaz de extraer todas las consecuencias (inesperadas para la mayoría de nosotros) de este hecho. La Sustancia significa, en primer lugar, que no existe ninguna mediación entre los atributos: cada atributo (pensamiento, cuerpo…) es infinito en sí mismo, no tiene ningún límite externo donde se ponga en contacto con otro atributo: la “sustancia” es el nombre para este medio absolutamente neutral de la multitud de atributos. Esta falta de mediación es lo mismo que la falta de subjetividad, porque el sujeto esdicha mediación: ex-siste en/a través de lo que Deleuze, en La Lógica del Sentido, denominó “precursor oscuro”, el mediador entre las dos series diferentes, el punto de sutura entre éstas. Así pues, lo que falta en Spinoza es el “giro” elemental de la inversión dialéctica que caracteriza a la negatividad, la inversión por medio de la cual la renuncia misma al deseo se convierte en el deseo de la renuncia, etc. Lo que resulta impensable para Spinoza es lo que Freud llamó “pulsión de muerte”: la idea de que el conatus se basa en un acto fundamental de auto-sabotaje. Spinoza, con su afirmación del conatus, del esfuerzo de todo ente por persistir y reforzar lo que es y, de esta manera, luchar por alcanzar la felicidad, permanece dentro del marco aristotélico de lo que es una vida “buena”: lo que queda fuera de su alcance es lo que Kant denomina “imperativo categórico”, un impulso incondicional que parasita a un ser humano sin ningún respeto por su bienestar, “más allá del principio de placer” y que, para Lacan, es el nombre del deseo en estado puro.
La consecuencia filosófica subsiguiente es el rechazo total de la negatividad: todo ente se esfuerza por lograr su actualización plena; todo obstáculo viene de fuera. En suma, puesto que todo ente procura persistir en su propio ser, nada puede ser destruido desde dentro, puesto que todo cambio debe venir desde fuera. Lo que Spinoza excluye con su rechazo de la negatividad es el orden simbólico mismo, puesto que, como hemos aprendido ya de Saussure, la definición mínima del orden simbólico es que toda identidad es reducible a un haz (“faisceau” –¡la misma raíz que en “fascismo”!) de diferencias: la identidad del significante reside únicamente en su(s) diferencia(s) respecto a otro(s) significante(s). Lo que esto significa es que la ausencia puede ejercer una causalidad positiva –sólo dentro de un universo simbólico, el hecho de que el perro no ladre es un acontecimiento… Spinoza quiere prescindir de lo anterior: todo lo que él admite es una red puramente positiva de efectos causales en la que, por definición, una ausencia no puede desempeñar papel positivo alguno. O, en otras palabras, Spinoza no está dispuesto a admitir en el orden de la ontología lo que él mismo, en su crítica de la idea antropomórfica de Dios, describe como un falso concepto que sólo rellena las lagunas de nuestro conocimiento –por ejemplo, un objeto que, en su misma existencia positiva, sólo encarna una falta o ausencia. Para Spinoza, cualquier negatividad es “imaginaria”, el resultado de nuestro (falso) conocimiento limitado y antropomórfico que no logra aprehender la cadena causal existente –lo que permanece fuera de su alcance es la idea de negatividad, que quedaría ofuscada precisamente por nuestro (falso) conocimiento imaginario. Aunque el (falso) conocimiento imaginario se centra naturalmente en las faltas o carencias, éstas siempre son carencias con respecto a alguna medida positiva (desde nuestra imperfección con relación a Dios, hasta nuestro conocimiento incompleto de la naturaleza); lo que esto elude es la idea positiva de falta, una ausencia “generadora”.
Es esta afirmación de la positividad del Ser la que fundamenta la equivalencia radical que Spinoza establece entre poder y derecho: la justicia implica que todo ente es capaz de desplegar libremente sus potenciales de poder intrínsecos, es decir, la cantidad de justicia que se me debe equivale a mi propio poder. La idea central de Spinoza es anti-legalista: el modelo de la impotencia política es para él la referencia a una ley abstracta que ignore la interconexión y relación de fuerzas diferencial y concreta. Un “derecho” es para Spinoza siempre un derecho de “hacer”, de actuar sobre las cosas de acuerdo con la naturaleza de alguien, y no el derecho (judicial) de “tener”, de poseer cosas. Es precisamente esta equivalencia entre poder y derecho la que, en la última página de su Tractatus Politicus, es evocada por Spinoza como argumento clave para defender la inferioridad “natural” de las mujeres:
/…/ si las mujeres fueran por naturaleza iguales a los hombres, y si se hallaran igualmente distinguidas con la misma capacidad y fuerza de carácter, en las que el poder humano y en consecuencia el derecho humano consisten principalmente, a buen seguro entre tantas y tan diferentes naciones podrían encontrarse algunas en las que ambos sexos gobernaran por igual, y otras naciones donde los hombres fueran gobernados por las mujeres y criados de tal modo que hicieran un uso menor de sus capacidades. Y puesto que esto no se da en ninguna parte, es posible afirmar con perfecta propiedad que las mujeres no tienen por naturaleza iguales derechos que los hombres. [2]
En lugar de señalar los puntos fácilmente criticables de este pasaje, habría que oponer aquí a Spinoza y a la típica ideología liberal burguesa, que garantiza públicamente a las mujeres el mismo estatus jurídico que a los hombres, relegando su inferioridad a un hecho “patológico” legalmente irrelevante (y, en efecto, todos los grandes anti-feministas burgueses, desde Fichte hasta Otto Weininger, siempre han procurado enfatizar que, “por supuesto”, lo anterior no significa que la desigualdad de los sexos deba traducirse en desigualdad ante la ley…). Además, habría que leer esta equivalencia spinoziana entre poder y derecho en el contexto del famoso pensamiento de Pascal: “Sin duda la igualdad de posesiones es correcta pero, puesto que los hombres no han podido lograr que el poder obedezca al derecho, han hecho que el derecho obedezca al poder. Como no podían fortificar la justicia, han justificado la fuerza, de modo que el derecho y el poder convivan juntos y reine la paz, el bien soberano”. [3] En este pasaje resulta crucial la lógica formalista subyacente: la forma de la justicia importa más que su contenido –la forma de la justicia debería mantenerse aunque, en lo que respecta a su contenido, coincidiese con la forma de su opuesto, la injusticia. Y podríamos añadir que esta discrepancia entre forma y contenido no es sólo el resultado de circunstancias particulares desafortunadas, sino que es constitutiva de la idea misma de justicia: la justicia es “en sí misma”, en su misma idea, la forma de la injusticia, es decir, una “fuerza justificada”. Por lo general, cuando tenemos un juicio amañado donde el resultado está fijado de antemano por intereses políticos y de poder, hablamos de una “parodia de justicia”: pretende ser justicia, pero es sólo una demostración de poder o de corrupción pura y dura que se hace pasar por justicia. Sin embargo, ¿y si la justicia “como tal”, en su misma concepción, fuese una parodia? ¿No es esto lo que Pascal da a entender cuando concluye, de modo resignado, que si el poder no puede alcanzar la justicia, entonces el juez debe alcanzar el poder?
Kant se ve envuelto en un problema similar cuando distingue entre el mal “ordinario” (la violación de la moralidad a causa de alguna motivación “patológica”, como la avaricia, la lujuria, la ambición, etc.), el mal “radical” y el mal “diabólico”. Puede parecer que tenemos aquí una gradación lineal simple: el mal “normal”, el mal más “radical” y, finalmente, el mal “diabólico” impensable. Sin embargo, en una lectura más atenta, queda claro que las tres especies no se encuentran al mismo nivel, es decir, que Kant confunde diferentes principios de clasificación. [4]El mal “radical” no designa un tipo concreto de malas acciones, sino una tendencia a priori de la naturaleza humana (a actuar egoístamente, a otorgar preferencia a motivaciones patológicas sobre el deber ético universal) que abre el espacio mismo que posibilita las malas acciones “normales”, es decir, que las arraiga en la naturaleza humana. En contraste con lo anterior, el mal “diabólico” designa realmente un tipo concreto de malas acciones: las acciones que no son causadas por ninguna motivación patológica, sino que son hechas “sólo por sí mismas”, elevando el mismo mal a la categoría de una motivación no patológica a priori –algo parecido al “demonio de la perversidad” de Poe.
Aunque Kant afirma que el “mal diabólico” no puede ocurrir en la realidad (no es posible que un ser humano eleve el mismo mal a la categoría de norma ética universal), no obstante afirma que habría que postularlo como una posibilidad abstracta. De manera harto interesante, el caso concreto que Kant menciona (en la Parte I de su Metafísica de las Costumbres) es el del regicidio judicial, el asesinato de un rey ejecutado como castigo pronunciado por un tribunal: la tesis de Kant consiste en que, a diferencia de una simple rebelión en la que la turba sólo asesina a la persona del rey, el proceso judicial que condena a muerte al rey (la encarnación del imperio de la ley) destruye desde dentro la misma forma (o gobierno) de la ley, convirtiéndola en una parodia aterradora –razón por la cual, como dice Kant, tal acto es un “crimen indeleble” que no puede ser perdonado jamás. Sin embargo, en un segundo paso, Kant sostiene desesperadamente que los dos casos históricos de tal acto (bajo Cromwell y en la Francia revolucionaria de 1793) sólo fueron una simple venganza de la turba… ¿Por qué esta oscilación y esta confusión clasificatoria en Kant? Porque, si tuviera que afirmar la posibilidad real del “mal diabólico”, le sería imposible distinguirlo del Bien –puesto que ambas acciones no estarían motivadas patológicamente, la parodia de la justicia se haría indistinguible de la justicia misma. Y el tránsito de Kant a Hegel es simplemente el pasaje desde esta inconsistencia kantiana hasta la asunción imprudente por parte de Hegel de la identidad del Mal “diabólico” con el Bien mismo. Lejos de suponer una clasificación clara, la distinción entre el mal “radical” y el mal “diabólico” es así la distinción entre la tendencia general e irreductible de la naturaleza humana y una serie de acciones particulares (que, aunque imposibles, son imaginables). Entonces, ¿por qué necesita Kant este exceso sobre el mal patológico “normal”? Porque sin él su teoría no sería más que la idea tradicional del conflicto entre el bien y el mal, como un conflicto entre dos tendencias de la naturaleza humana: la tendencia a actuar libre y autónomamente, y la tendencia a actuar en base a motivaciones egoístas patológicas [5] –desde este punto de vista, la opción entre el bien y el mal no es una elección libre, ya que sólo actuamos de manera realmente libre cuando lo hacemos de forma autónoma, por el deber mismo (cuando seguimos motivaciones patológicas, estamos esclavizados a nuestra naturaleza). Sin embargo, ello va en contra de la idea fundamental de la ética kantiana, según la cual la misma elección del mal es una decisión libre y autónoma.
Volviendo a Pascal, ¿no es su versión de la unidad de derecho y poder homóloga al amor fati de Nietzsche y al eterno retorno de lo mismo? Puesto que, en esta vida mía única y singular, estoy determinado por la carga del pasado que pesa sobre mí, la afirmación de mi voluntad incondicional de poder siempre es frustrada por aquello que, en la finitud de ser arrojado a una situación particular, fui obligado a asumir como dado. Por tanto, la única manera de afirmar eficazmente mi voluntad de poder es transportarme a un estado en el que soy capaz de querer libremente, de afirmar como resultado de mi voluntad lo que por otra parte experimento como impuesto sobre mí por el destino externo; y la única manera de llevar a cabo lo anterior es suponer que, en los futuros “retornos de lo mismo”, en las repeticiones de mi situación actual, estoy totalmente dispuesto a asumir libremente esta situación. Sin embargo, ¿no oculta también este razonamiento el mismo formalismo que el de Pascal? ¿No es su premisa oculta que “si yo no puedo elegir libremente mi realidad y vencer así la necesidad que me determina, debería elevar formalmente esta misma necesidad a algo libremente asumido por mí”? O como dijo Wagner, la gran némesis de Nietzsche, en El Crepúsculo de los Dioses: “¡El miedo a la caída de los dioses no me aterra, / ya que ahora yo lo quiero así! / Lo que una vez resolví en la desesperación, / en la angustia salvaje del conflicto, / ahora lo haré libremente, de buena gana y con alegría.” ¿Y no se apoya la posición spinoziana en la misma identificación resignada? ¿No se halla Spinoza, por lo tanto, en el extremo opuesto de la esperanza judeo-levinasiana-derrideana-adorniana de la Redención final, de la idea de que este mundo nuestro no puede ser “todo lo que hay”, la Verdad última y definitiva, sino que deberíamos atenernos a la promesa de alguna Otredad mesiánica?
El rasgo final en el que culminan todos los anteriores es la suspensión radical, por parte de Spinoza, de cualquier dimensión “deontológica”, es decir, de lo que habitualmente entendemos por el término “ética” (las normas que nos prescriben cómo deberíamos actuar cuando tenemos una opción), en un libro llamado Ética, lo que sin duda es todo un logro por sí mismo. En su famosa lectura de la Caída, Spinoza afirma que Dios tuvo que pronunciar la prohibición “¡No debéis comer la manzana del Árbol del Conocimiento!” porque nuestra capacidad de conocer la conexión causal verdadera era limitada; a aquéllos que saben habría que decirles: “La comida del Árbol del Conocimiento es peligrosa para vuestra salud.” Esta traducción completa de la prescripción en forma de declaraciones cognoscitivas desubjetiviza una vez más el universo, e implica que la libertad verdadera no es la libertad de elección, sino la comprensión verdadera de las necesidades que nos determinan –aquí está el paso clave de su Tratado Teológico-político:
/…/ las afirmaciones y las negaciones de Dios siempre implican la necesidad o la verdad; de modo que, por ejemplo, si Dios hubiera dicho a Adán que Él no deseaba que Adán comiera del árbol del conocimiento del bien y del mal, esto habría implicado la contradicción de que Adán debería haber sido capaz de comer del árbol, y al mismo tiempo habría sido imposible que hubiera comido de él, ya que la orden Divina habría implicado una necesidad y una verdad eternas. Sin embargo, puesto que las Escrituras relatan que Dios dio realmente esta orden a Adán, y que sin embargo Adán comió del árbol, debemos deducir forzosamente que Dios reveló a Adán el mal que se seguiría con seguridad si él fuera a comer del árbol, pero no le reveló que dicho mal ocurriría necesariamente. Así fue que Adán tomó la revelación no como una verdad eterna y necesaria, sino como una ley –es decir, como una orden seguida de un beneficio o de una pérdida, un resultado que no dependía necesariamente de la naturaleza del acto cometido, sino únicamente de la voluntad y el poder absoluto de algún potentado, de modo que la revelación antes mencionada fue –únicamente con relación a Adán, y únicamente por su falta de conocimiento– una ley, y Dios fue un legislador y potentado, por así decir. Por la misma causa, es decir, por la falta de conocimiento, el Decálogo fue –con relación a los hebreos– una ley. /…/ Concluiremos, por tanto, que Dios es descrito como un legislador o príncipe, y es considerado justo, misericordioso, etc., simplemente como una concesión al entendimiento popular y a la imperfección del conocimiento popular; que en realidad Dios interpreta y dirige todas las cosas simplemente por la necesidad de Su naturaleza y perfección, y que Sus decretos y voliciones son verdades eternas, y siempre implican necesidad. [6]
Dos niveles se oponen aquí: el de la imaginación/opinión y el del conocimiento verdadero. El nivel de la imaginación es antropomórfico: tenemos una narración sobre agentes que dan órdenes que nosotros somos libres de obedecer o desobedecer, etc.; Dios mismo es aquí el príncipe más alto que dispensa piedad. El conocimiento verdadero, por el contrario, ofrece el nexo causal –absolutamente no antropomórfico– de las verdades impersonales. Uno se siente tentado de decir que Spinoza des-judaíza a los judíos mismos: extiende la iconoclastia al propio hombre –no sólo “no pinta a Dios a imagen del hombre”, sino que “no pinta al mismo hombre a imagen del hombre.” En otras palabras, Spinoza da aquí un paso más allá de la advertencia habitual de no proyectar sobre la naturaleza conceptos humanos tales como “objetivo”, “piedad”, “bien” y “mal”, etc.: no deberíamos emplear tampoco estos conceptos para concebir al propio hombre. La frase clave en el pasaje citado es: “únicamente por falta de conocimiento” –el entero dominio “antropomórfico” de la ley, la prescripción, el orden moral, etc., está basado en nuestra ignorancia. Lo que Spinoza rechaza así es la necesidad de lo que Lacan denomina “Significante Amo”, un significante reflexivo que llena la falta misma del significante. El propio ejemplo supremo de Spinoza, el de “Dios”, resulta aquí crucial: cuando es concebido como una persona poderosa, Dios simplemente encarna nuestra ignorancia de la causalidad verdadera. Habría que recordar en este punto conceptos como los de “flogisto” o el “modo asiático de producción” de Marx o, incluso, la “sociedad postindustrial” tan popular hoy en día –conceptos que, aunque parecen designar un contenido positivo, simplemente señalan nuestra ignorancia. El esfuerzo inaudito de Spinoza consiste en pensar la ética misma fuera de las categorías morales “antropomórficas” de las intenciones, los mandamientos, etc. –lo que Spinoza propone es en sentido estricto una ética ontológica, una ética privada de la dimensión deontológica, una ética del “es” sin el “debe”. (¿Cuál es, entonces, el precio a pagar por esta suspensión de la dimensión ética del mandamiento, del Significante Amo? La respuesta psicoanalítica es clara: el superyó. El superyó está del lado del conocimiento; como la ley de Kafka, no quiere nada de ti, está ahí sólo si tú llegas hasta él. Es la orden implícita en la advertencia que vemos hoy por todas partes: “Fumar puede ser peligroso para tu salud.” Nada está prohibido, sólo se nos informa de una relación causal. En la misma línea, la prescripción “¡Practica el sexo sólo si realmente quieres disfrutar de él!” es la mejor manera de sabotear el placer…).
Traducción: Juan Carlos Álvarez
1. Fue Bernard Bass quien articuló detalladamente esta lectura kantiana de Lacan (Ver Bernard Baas, De la Chose a l’objet, Leuven: Pieters 1998).
2. Baruch Spinoza, A Theologico-Political Treatise and A Political Treatise, Nueva York: Dover Publications 1951, p. 387.
3. Blaise Pascal, Pensées, Harmondsworth: Penguin Books 1965, p. 51.
4. Aquí me baso en Alenka Zupancic, The Ethics of the Real, Londres: Verso 2001.
5. Según Kant, si uno se encuentra a solas en alta mar con otro superviviente de un barco hundido, cerca de un trozo flotante de madera que sólo puede mantener a flote a una persona, las consideraciones morales ya no son válidas –no hay ninguna ley moral que me impida luchar a muerte con el otro superviviente para lograr un sitio en la balsa, puedo tomar parte en ello con total impunidad moral. Precisamente aquí se encuentra, tal vez, el límite de la ética kantiana: ¿y si alguien se sacrifica voluntariamente a fin de dar a la otra persona una posibilidad de sobrevivir –y, además, está dispuesto a hacerlo por ningún motivo patológico? Ya que no existe ninguna ley moral que me ordene hacer lo anterior, ¿significa esto que dicho acto no posee ningún estatus ético propiamente dicho? ¿No demuestra esta extraña excepción que el egoísmo despiadado, la preocupación por la supervivencia y el beneficio personales, es la presuposición “patológica” silenciosa de la ética kantiana –es decir, que el edificio ético kantiano sólo puede mantenerse si presuponemos silenciosamente la imagen “patológica” del hombre como un egoísta utilitario y despiadado?
6. Spinoza, op.cit., p. 63-65.